t r ó p i c o s

20100101

Las olas

«Son palabras amarillas, son palabras flamígeras» dijo Jinny. «Me gustaría tener un vestido llameante, un vestido amarillo, un vestido leonado, para ponérmelo por la noche.»


Este no debiera ser un primer post pero entonces coloquémoslo en otro sitio. Es más, no hay primero de nada, sabemos. Es de medio día o pasa de medio día- el sol que duró toda la mañana se fue. Tenía las ganas de ir al mar en bicicleta. Me desperté temprano pero sigo esperando a los durmientes y no agarré la bici y ya perdí el sol. Tal vez el esperar era un pretexto: en lugar de mediterráneo preferí quedarme con otro mar, con Las olas de Virginia Woolf en el sillón. He recomenzado tantas veces en estos últimos días este libro. Me lo regaló Alicia después de una cena en la que surgió el recuerdo inquietante de la muerte de un gato y de los presentimientos a los que no se atiende y que eso, justamente eso: el llamado del presentimiento, es lo que le traía a la mente Las olas. "Atender a eso que presentimos, a esa urgencia" quizá algo así dijo, quizá algo así me imaginé, quizá algo así me digo cuando lo leo, lo releo, lo comienzo, lo salto, lo recomienzo. Presentir y atender con fuerza. Entrar en él, en el libro, requiere entrar en un ritmo, escuchar esos movimientos de palabras que son los movimientos de una música. Requiere un absoluto estar allí, hace falta una absoluta negación de la narratividad, requiere también esto que he empezado a hacer que es ir leyendo fragmentos de en medio o el final y luego volver a ese punto en el que habrá que continuar leyendo (no para avanzar sino para que podamos releer y recomenzar). Ahora, justo hoy, me detenía en esta parte -o fluía en esta parte porque tan contagiada me sentía ya del ritmo-:


«Cada tiempo verbal», dijo Neville, «tiene un significado diferente. En este mundo hay un orden; hay distinciones, hay diferencias, en este mundo en cuyo umbral me encuentro. Si, porque esto sólo es el principio."
«Ahora la señorita Hudson», dijo Rodha «ha cerrado el libro. Ahora comienza el terror. Ahora coge la corta porción de tiza y traza números en la pizarra, seis, siete, ocho, después una cruz, y luego una raya. ¿Cuál es la respuesta? Los otros miran, miran con comprensión. Louis escribe. Susan escribe. Neville escribe. Jinny escribe. Incluso Bernard ha comenzado ahora a escribir. Yo no puedo escribir. Sólo veo números. Los otros entregan respuestas, uno tras otro. Me toca el turno. Pero no tengo respuesta. Los otros ya pueden irse. Se van dando un portazo. La señorita Hudson se va. Me quedo sola para encontrar la respuesta. Los números no significan nada ahora. El significado ha desaparecido. El reloj hace tic-tac. Las saetas son convoyes que cruzan un desierto. Las negras rayas en la cara del reloj son verdes oasis. La saeta larga se ha adelantado en busca de agua. La otra avanza penosamente a tropezones sobre las ardientes piedras del desierto. La puerta de la cocina bate una sola vez. A lo lejos ladran los perros salvajes. Mira, el lazo en el trazo del número comienza a llenarse de tiempo, contiene el mundo en su interior. Comienzo a trazar un número, y el mundo en su interior. Comienzo a trazar un número, y el mundo queda enlazado en él, y yo estoy fuera del lazo, que ahora cierro -así-, sello y completo. El mundo forma un todo completo, y yo estoy fuera de él, llorando, gritando "¡salvadme de ser expulsada para siempre del lazo del tiempo!"»

Virginia Woolf. Las Olas.


Lo publico horas después. Los durmientes despertaron, desayunamos e interrumpí. Yo mientras escribía y transcribía escuchaba Tujiko Noriko. (Es una bonita fecha, miro el encabezado y pienso que es una bonita fecha)

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