Ese color ámbar del-casi-a-punto-de-oscurecer me hace sentirme en una fotografía en sepia. Me siento en la orillita de la cama y veo cómo el color se va fijando en la habitación, me gusta. Intento grabar el espacio en sepia en el reverso de los párpados. Cierro los ojos y es como meterme en la chambre noir y quedarme allí acurrucada esperando. Para cuando salgo ya son casi las diez y todo se ve a colores. No puedo evitar sonreír y pensar que los colores también me gustan, no lo recordaba.
Mi sonrisa se expande e inunda todo en amarillo cadmio, en verde viridian, en azul ultramar, en bermellón. Yo, nuevamente desde la orillita de la cama, voy sintiendo que habito momentaneamente en un Van der Weyden, que las manos se me llenan con tintes de un mercado de Orcha, que deshago con los pies un Anish Kapoor mientras el pecho se me tiñe de a poco de grana cochinilla.
No hay preguntas sobre los quimicos que lograron estas tonalidades, no me pregunto por la perdurabilidad de los aglutinantes ni sobre la estabilidad de los pigmentos ¿qué importa si este naranja se desteñirá dando un marrón deslavado y sucio? Hoy me basta con saborear de esta sonrisa a color.
1 comentario:
Recordé la caja de colores que tenía en la primaria, con muchos más allá del azul, muchos más allá del amarillo y mucho más allá del rojo.
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